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ENTRE LINEAS

El Amor o lo que sea, como no...

El mejor amante

El mejor amante

Dos amantes se disputan a una dama. Ella, generosa y solícita donde las haya, les propone una alternativa.

 

- Voy a dar a uno de vosotros la mitad superior de mi persona y, al otro, la mitad inferior. Elegid.

 

Dicho esto uno de ellos escoge la parte de arriba de la dama y el otro la de abajo.

 

Cualquier varón sensato diría, sin dudarlo, que el mejor amante es el que eligió la parte de arriba de la dama. Craso error. El mejor amante para la señora fue el que eligió la parte de abajo.

 

- Es de la parte de abajo de donde vienen todos los placeres que consuelan a los hombres de sus penurias, y nunca se obtendría placer alguno mirando lo de arriba si no se pensara en lo de abajo. Si no fuera así, obtendríamos el mismo placer mirando la cabeza de un hombre que el de una mujer. Hay que preferir sin ninguna duda la parte inferior, que es la más digna.

 

El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien, sino en el deseo de dormir junto a alguien (Milan Kundera)


¿Y tu qué es lo que quieres?

Me parece increíble que un maltratador de mujeres como Joaquín Sabina -convicto, confeso y penado-, que hace proselitismo de una droga como es el tabaco, paniaguado de los regímenes políticos "progresistas", pueda escribir canciones como esta.

El poder de un culo

El poder de un culo

El problema del matrimonio o de cualquier relación de largo recorrido, es que la costumbre fosiliza las dudas hasta anularlas, el temor hace pequeñas las distancias impidiendo su sana oscilación y, como consecuencia, el embrollo se incrementa dada la incapacidad de las personas para mantenerse a  la altura de los cambios. El resultado es el agotamiento,  con sus trifulcas, treguas  temporales, impulsos inútiles de huída y todas las estrategias de una larga guerra impopular.

 

El papel  del  sexo sirve, habitualmente, para distorsionar la apreciación de la distancia real entre los componentes de la pareja, de tal modo que ambos pueden sentirse muy cerca cuando, de hecho, su jodienda ha ido separándolos a velocidades asombrosas.

 

Eduardo y Eva habían tenido exactamente ese problema. Él se enamoró de su culo que sobresalía sutilmente y destacaba de su cuerpo pequeño y compacto. Cada día Eduardo esperaba ver el culo de Eva, al caminar, al sentarse o cuando se inclinaba para recoger alguna cosa. A sus amigos siempre les hacía el mismo comentario: “hay una chica en la oficina con el culo más bonito que podáis imaginar”.  Hasta ese momento había mantenido con ella una relación  civilizadamente superficial,  gobernada por los gestos que imponía la educación.

 

Pasaron unas pocas semanas hasta que Eduardo la invitó a cenar y al cine y descubrió que Eva era una agradable compañía. Tenían muchos gustos en común y no tardó en enredarse con su capricho y enamorarse. Eva le correspondió y entonces empezaron a hablar de vivir juntos. Follaron una docena de veces, las justas para constatar que no había diferencias sexuales indeseadas. Eduardo  olvidó su primer impulso, su fijación por el culo de Eva. Aquél trasero dejó de ser su objeto y lo tomó como una parte del cuerpo de la mujer por quién sentía afecto.

 

Eva se mudó al piso de Eduardo. Cumplieron con todas las rutinas, los nuevos arreglos y las caricias. Una noche, después de una larga preparación amorosa, deslizó un dedo entre las nalgas de Eva y encontró el agujero lubricado por las secreciones vaginales que le habían rebosado. Sin pensárselo un momento, la montó por detrás y, lentamente, dejó que su polla penetrara en el apenas resistente ano. Se hundió en él y ella le correspondió. Y jodieron alegremente por el culo.

 

Sucedió que, en el momento del orgasmo, Eduardo sintió como si la tierra desapareciera bajo sus pies. Tuvo la sensación como si su polla se asomara al vacío y se estuviera corriendo en la nariz de un cadáver.  Tan pronto como el esperma salió de su polla, vio claro todo el esquema. No tenía ningún interés en vivir con esta mujer como si sus vidas fueran gemelas. Todo lo que había deseado era lo que acababa de hacer, follarla por el culo. Pero para llevar a cabo esta pequeña hazaña había tenido que cambiar muchas cosas importantes en su forma de vivir. La distancia que existía entre ellos y que no había percibido porque el impulso sexual se presenta bajo una falsa intimidad, surgió ahora con toda claridad. La complejidad que le había parecido tan enorme se había reducido de inmediato a un simple hecho: que quería estar solo. Y el factor de incertidumbre siguió siendo desesperadamente el mismo.

 

Pero rechazó inmediatamente lo evidente y continuó la farsa de vivir con ella.

 

Pronto, ambos presentaron el aspecto de infelicidad apenas simulada que caracteriza a quienes viven juntos por miedo y no por amor. Se convirtieron en la típica pareja. Eva siguió siendo atractiva y amistosa; Eduardo siguió amándola. Pero el sentido de "nostredad" impartido por la falsa valoración de la distancia había desaparecido. Ahora lo suplantaba con un "nosotros" ficticio.

 

Durante dos años continuaron esta complicidad culpable. Cuanto más tiempo insistían, más servía la función social para remendar el eslabón roto. Para acomodarse a la mentira, decoraron el apartamento, sirvieron los mejores manjares en sus fiestas, fueron al cine juntos y construyeron un lenguaje privado basado en su mutua apreciación de aquellas obras de arte. En resumen, se convirtieron en una atractiva pareja al día.

 

Pagaron su infelicidad con el fracaso. Tras la histórica noche en que la folló por el culo, Eduardo perdió el incentivo de su deseo por ella. Y cuando decayó su energía, Eva se retiró a su antigua frigidez caracteriológica. Si bien gozaban follando, ya no se sentían transportados sino a los reinos más vulgares. Eduardo nunca volvió a follarla por el culo. Eva, cada vez más aburrida, se lió con los movimientos de liberación que empezaban a ponerse de modo con los liberales de izquierda hasta que, tal y como era de prever, conoció a un negro marxista que no se hacía ilusiones con el aspecto más sobresaliente del cuerpo de Eva.

 

Una tarde ella no se opuso a que la tumbara en un sofá, le levantara la falda y le metiera la polla en su raja húmeda.

 

Eduardo se enteró pasados unos meses, no por alguna evidencia externa, sino por los cambios que advirtió en ella. A medida que Eva se alejaba de él, renacía su antigua emoción por ella. Llegó incluso a desearla otra vez pero sin poner fe en lo que sentía. Una mañana, cuando ella volvió tras haber pasado la noche follando sin parar con cinco fornidos jóvenes partidarios de la libertad, todo lo que Eduardo pudo sentir fue un ataque convulsivo de autocompasión. Eva se fue aquella tarde. Eduardo, dos días después de eso, se emborrachó de cerveza de barril. Había escapado de la trampa que él mismo se había construído. Le costó dos años.

 

¿Es el agujero algo más que su profundidad? Un coño y una polla pueden actuar recíprocamente, pero ¿puede establecerse una relación entre un hombre y una mujer?

 

El matrimonio une de por vida a dos seres que no se conocen (Honoré de Balzac)

Agua y Fuego

Agua y Fuego

En el principio de los tiempos el Agua se enamoró de la fuerza del Fuego y éste le correspondía. “Nadie”, decía, “me acaricia el cuerpo con la suavidad de ella”. Pronto se dieron cuenta que el estar juntos suponía acabar el uno con el otro. El Agua apagaba el Fuego y el Fuego evaporaba el Agua. Pero el Amor que sentían el uno por el otro engendró la Magia y les concedió un deseo. Podrían amarse una sola noche al año sin destruirse el uno al otro. Era, es la noche de San Juan.

 

Por eso,  el agua que se recoge cuando empieza el día de San Juan y en la que se reflejan las hogueras por la noche,  tiene el poder especial de curar enfermedades del cuerpo y del espíritu a quién con ella se empapa al amanecer. Y así,  desnudo al alba, me revolcaré entre la hierba del campo para protegerme de ti.

 

El Amor es como el fuego, que si no se comunica se apaga (Giovanni Papini)

Parálisis

Parálisis

No,  no es el miedo lo que me paraliza. Al miedo puedo responder con la fuerza que me da el instinto. El miedo dura un instante y, o lo superas y te haces más fuerte, o te supera con lo que todo acaba. Al miedo o lo vences o te vence. Es una cuestión de supervivencia.

 

Me tiene paralizado una sonrisa. Una sonrisa que se ha colado en mis entrañas removiendo sentimientos y agitando pasiones. Ahí es difícil responder con los instintos porque es el instinto su mejor aliado.  No tengo capacidad de reacción para algo que se ha convertido en parte de mi, en una extensión de mi y  no podría amputar algo que me pertenece. No sin dolor. Y no estoy seguro de sobrevivir al desconsuelo.

Click (II)

Click (II)

...y volvió a cruzar la línea roja sobre su nombre. No podía permitir que un impulso, que un sentimiento amenazase su estabilidad. Una estabilidad construída a base de engaños. Ese tipo de estabilidad no podía construirse de otra manera. Nadie vivía dos vidas sin que una de ellas estuviese asentada sobre fundamentos falsos. Era lógico que a su marido no le explicase lo de sus amantes reales y virtuales. Lo que ya se escapaba de toda lógica es que a sus amantes los engañase haciéndoles creer que eran únicos ¿Por qué lo hacía? Esa pregunta se respondía en el momento de pintar la líneas roja de "no admitido" sobre aquél amante que alteraba su raciocinio.

 

Lo hacía porque así manejaba la situación. Porque eso le permitía repartir su tiempo con lo demás amantes. Los necesitaba a todos como si fuesen tablas que le servían de puente que pasaba por encima del abismo de los sentimientos incontrolados. Quería conservar todas sus relaciones por una simple cuestión de supervivencia. Además sabía que un hombre enamorado siempre quería más. Y  llegaba un momento es que ese más era el principio del fin de la relación. Lo máximo a que podían aspirar sus amantes era a un "te quiero" o, cuando hacía  mucho tiempo que no hablaba con ellos, a un "te extraño". Por supuesto todas esas palabras después de la consiguiente ración de sexo virtual o telefónico e, incluso los más afortunados, físico. Pero cuando un amante quería más, pedía más de lo que estaba estipulado por ella, era el momento de alzar todas las barreras que impidiesen el avance de esa relación. Nunca habría un paseo por la playa. No habría cenas bajo las estrellas. Ni una noche compartida. Todo eso formaba parte del trato que tácitamente suscribía con sus amantes. Saltarse esos pactos no escritos significaba la ruptura del contrato...

 

Además le causaba una infinita pereza volver a empezar de nuevo. Un cansancio el encontrarse una y otra vez con las mismas situaciones cuando era sabeedora de que nada es para siempre y todo estaba condenado de antemano ¿Para qué complicarse la existencia a estas alturas de su vida? No merecía la pena. Nada merecía tanto la pena como aventurarse en algo que repetiría su situación actual. Lo mejor es seguir compartiendo. Lo más adecuado, lo políticamente correcto, es seguir contruyendo barreras, seguir regalando sonrisas y estar constantemente enamorada de alguien. Aunque sea a través de una pantalla.

 

Click. Abrió el messenger y allí estaba él con la banda roja sobre el monigote. Sabía que estaba esperándola y su dedo se acercó al todo poderoso ratón que levantaría la línea de bloqueo. Pero antes de que lo hiciera uno de sus amantes "libres de barreras" le envió un mensaje: "Hola mi amor", escribió. "Hola tesoro", contestó ella... Click.

 

 

Click (I)

Click (I)

Apagó la pantalla del ordenador sobre la que instantes antes había derramado algo más que sentimientos.  Era la segunda vez que, en los encuentros con él en messenger, no había cruzado la línea roja de “no admitido” sobre su nombre.

 

En sus primeras citas virtuales también dejaba libre de marcas el muñequito regordete y sin rostro que era él pero por diferentes motivos a los de ahora. Al principio era uno más entre sus amantes en “La Red” al que no le importaba despedir con un “estoy ocupada” o “luego hablamos” siempre que su figurilla se iluminaba en verde. Su equilibrio no se alteraba con esa presencia. Era una más con la que compartir palabras sin que se viese comprometida la realidad de las mismas. Le atraía pero no hasta el punto de que le importase perderlo.

 

Es sabido que cuanto más se reparte el riesgo, más se diluye y ella era generosa en el prorrateo de su sensualidad y en la caricia de sus mensajes. Todos respondían en igual medida a sus estímulos y a todos correspondía uniformemente. Era una situación de armonía únicamente alterada por el inconveniente de tener que cuadrar su agenda con las de sus galanes virtuales no fuese que coincidiesen en tiempo y espacio. Eso podía incomodar a alguno de ellos si se supiese compartido y no era cuestión de perder a nadie por una cuestión tan simple de dosificación de tiempo o racionamiento de espacio.  Además la situación tenía fácil arreglo cuando se apelaba a las ocupaciones laborales, el cuidado de los hijos y, sobre todo, la interferencia del cónyuge cuando sus enamorados arreciaban en los intentos de encontrarse con ella.

 

Esa situación fue cambiando a medida que intercambiaba palabras con él, cuando se percató que las de él, se introducían en los lugares más recónditos de su alma removiendo cuerpo y espíritu, poniendo patas abajo su vida. Algo estaba turbando su equilibrio. Y había que defenderse de ello porque una cosa era el juego galante y otra muy diferente era poner en juego su tranquilidad. Una tranquilidad que defendía de la única manera que se podía en la virtualidad. Manejando los tiempos y el espacio. Por eso cruzó la línea roja sobre la figurilla azul del messenger con su nombre. Así podría decidir cuándo, en qué momento hablaría con él. Así podría alejarlo a una distancia prudencial. Le pareció que así podría dominar la revuelta de sus sentidos. No podía. Intensificó la llamada a sus amantes intentando poner tierra de por medio al universo de sensaciones que él le proporcionaba. No pudo. Se sentía embriagada por ese muñeco que giraba y giraba en su cabeza. Su corazón daba un brinco cada vez que aparecía su nombre en la esquina del PC. Se rindió a la evidencia. Su voluntad levantó la línea roja que derrumbaba la barrera que impedía la comunicación con él. No quedaban ni las trincheras para poder refugiarse de la batalla de dos deseos encontrados. Ardientes. Pasionales.

 

¡¡Tenía que hacer algo y rápido!! Click. Encendió la pantalla del ordenador. Le dió vueltas al messenger y apareció la lista de nombres y correos increíbles . Ahí estaba él, apagado. Puso el puntero sobre su nombre y ... (continuará)

 

 

Por un pelo...

Por un pelo...

Carmen siempre se quejaba de lo desagradable que era que Eduardo no se afeitase. Le irritaba la piel cuando la rozaba. Una y otra vez le repetía la misma cantinela: "Eduardo rasúrate o no voy a dejar que te acerques". Un día Eduardo decidió contentarla, cogió la guilette y "ras-ras-ras" se puso a cortar vello hasta dejar su vientre, su pene y sus testículos como los de un recién nacido. Eso le causó tanto placer a Carmen  que aquella noche descubrió que era multiorgásmica y los vecinos también. Las delgadas paredes que separaban los pisos no eran suficientes para amortiguar los aullidos -más que gemidos- de Carmen cuando alcanzaba el clímax repetidamente, ni los chasquidos del choque de sus ingles desnudas de pelo cuando Eduardo la embestía. Después que aquella noche ya no hubo mas vello en la polla de Eduardo. Ni un solo pelo que pudiera irritar la delicada piel de su amada. Las sesiones de sexo "sin pelo" se sucedían entre la pareja casi a diario lo que provocó la envidia de las vecinas y la admiración -contenida eso si- de los vecinos. Envidia y admiración que dejaban traducir en una mirada despectiva de ellas cuando se cruzaban en el portal o ascensor con Carmen y en una sonrisa de complicidad de ellos cuando lo hacían con Eduardo.

 

No tardó mucho tiempo que los vecinos y, por supuesto, vecinas (aunque disimuladamente) preguntaron sobre la causa de la renacida fogosidad de la pareja. En cuanto supieron de qué se trataba no quedó en aquella comunidad pelo alguno en el entremuslo y, ciertamente, eso hizo que los comuneros y comuneros follasen más, mejor y muy alto, tanto, que las noches se convirtieron en un aullido permanente en el barrio. Ahora eran sus habitantes quienes, al ver la cara de satisfacción de los vecinos y vecinas del edificio, quisieron saber el motivo. Al enterarse, ellos y ellas corrieron a imitarles, provocando un grito unánime de satisfacción en la barriada todas y cada una de las noches. Y así hasta que se contagió a la ciudad entera y luego, como una mancha de aceite, se extendió a toda la comunidad autónoma y, de ahí, al pais entero. El pais era un orgasmo, un grito de placer. Al final ya no quedaba vello púbico en sus habitantes, llenándose sus nacionales de satisfacción y buen humor. Eso hizo aumentar la productividad, incrementar las inversiones, bajar el desempleo, frenar la delincuencia y, en definitva, poner el PIB a la altura del Olimpo de los dioses. La campaña electoral para la elección de los representantes al legislativo se convirtió en prometer a los ciudadanos subvenciones para costear la depilación definitiva de las partes pudendas, en convencerles que, con ellos, el pelo desaparecería definitivamente de sus vidas -y entrepiernas- haciendo de ellos una máquina de placer.

 

Y resultó que ganó la opción política que estaba gobernando en el momento de producirse el fenómeno de los "sin pelo". Una mayoría absoluta aplastante... y todo por un pelo. O por unos pelos.

Placer solitario

Placer solitario

 

Se masturbaba pensando en Él, imaginando su cuerpo desnudo, su pene erguido dispuesto a traspasar la frontera de su deseo y la resistencia de su espíritu. Olía su perfume que circulaba por el aire de la habitación que amortiguaba los gemidos de un placer que solo Ella conocía y Él compartía más allá de sus paredes.

 

Siempre que se entregaba al juego de sus manos para que le proporcionasen voluptuosas oleadas de placer, su mente viajaba a través de esa vía imaginaria del espacio hasta encontrarse  a su lado. Sabía que eran las manos de Él las que le acariciaban. Era su polla la que penetraba sus entrañas en lento vaivén, siguiendo el ritmo de sus voces entrecortadas  buscando desesperadamente aire. Y cuando parecía que la vida se escapaba en el ir y venir de sus cuerpos Él se la devolvía llenándola del líquido que regaba la tierra seca germinando en la explosión del orgasmo.

 

Él siempre la acompañaba en esos momentos de soledad, de una soledad que le proporcionaba su marido en el silencio de los sábados por la noche.  

 

Los deberes

Los deberes

A Ella le gustaba leer sus historias. A Él también las de Ella. Ambos sabían que muchos de los relatos que escribían, ellos eran los protagonistas principales.

 

Él en los de Ella y Ella en los de Él.

 

Sus historias estaban escritas en líneas de lava candente de sentimientos que cuando ya no cabía en ellos, se desparramaban en el exterior buscando la piel para  abrasarla de sensaciones. Cada palabra era un estallido que atrapaba la voluntad del otro hasta hacerla suya. Hasta hacerla una.

 

Por eso  buscaban sus letras. Para encontrarse enredados en ellas.

 

Cuando hacía algún tiempo que no se veían entre las líneas, se pedían leerse, reflejarse, mirarse.

 

            “Está en camino”, decía Él

 

Y cuando ese camino era muy largo Ella, simulando un enfado que no existía, le requería, “¿Aún no has hecho los deberes?”.

 

            “¿Deberes?”, pensaba Él sonriendo “¡Como si el deseo de encontrarme en ti fuese una obligación!”

Antónimo

Antónimo

La Real Académica de la Lengua Española define "Antónim@" -en singular porque es una término que no reconoce plural- como aquellas palabras que expresan ideas opuestas o contrarias. A nosotr@s, que tantas veces jugamos con las palabras queriendo decir lo que no se quiere decir porque deseamos lo contrario, nos encanta utilizarlos y transitar a una velocidad de vértigo entre ell@s. Esa práctica nos ha hecho unos expertos en su uso y vamos, por ejemplo, de la virtud al vicio, del pasado al futuro, del bien al mal, del interior al exterior con pasmosa facilidad. A cualquiera de nosotros le costaría muy poco encontrar el antónimo. Y si nos parece que no lo sabemos, lo inventamos. Falseamos el antónimo de amor diciendo que es odio, cuando lo antagónico a él es el miedo.

Contigo muero, sin ti también lo haré...

Contigo muero, sin ti también lo haré...

Tal día como hoy de hace veinte años te dejé de la peor manera que se puede abandonar algo. Queriéndote.

 

Destilaba hacia ti deseo,  una obsesión que parecía no tener fin y que se acrecentaba más y más cuando te tenía. Por eso separarme de ti  no fue fácil. Donde quiera que iba tu aroma me acompañaba penetrando hasta lo más hondo de mis entrañas y removiendo, una y otra vez, el aire de mis recuerdos. Recuerdos de días a tu lado en los que te saboreaba en mis labios, en los que te acariciaba con mis dedos, en los que sorbía hasta el último milímetro de tu cuerpo que siempre se ofrecía solícito. A mi y a tus millones de amantes con los que flirteabas descaradamente. Pero no me importaba porque yo tenía suficiente con esa mirada tuya, encendida, que se había apoderado de mi ser.

 

Sé, y de hecho lo sabía entonces, que de haber continuado contigo hoy sería un guiñapo, un muerto en vida. Me ibas consumiendo poco a poco y, paradójicamente, eso sucedía cuanto más te consumía a ti. Se convirtió en una lucha en el que uno de los dos no debía sobrevivir. O tu o yo. Y elegí vivir sin tu compañía.

 

Hoy y cada día como hoy, conmemoro nuestra separación sabiendo que tu me sobrevivirás, como la muerte lo hace con todos nosotros. Porque tu, en todas las formas que adoptas, eres la muerte.

 

No puedo vivir sin ti

No puedo vivir sin ti

 

Fue algo inesperado y nunca pensé que me llegaría a pasar pero, una vez mas, fui consciente de que todo llega a su fin por mucho que me hubiese empeñado en soñar en una vida junto a ti. El viernes te perdí para siempre. Irremediablemente. Cuando supe de tu abandono, te busqué por todas partes, desandé lo andado juntos, visité lugares comunes con la vana esperanza de encontrarte en alguno de ellos, pero ya no estabas allí. Intenté comunicarme contigo, recibiendo a cada llamada un silencio atronador que golpeó fuertemente mis sienes. Ya no estabas, ya no eras para mí.

 

Entonces tuve una sensación que imaginé era igual a la de Adán cuando fue expulsado del Paraíso. Me encontré desnudo sin tu presencia. Abandonado.

 

Fui preso del desamparo por no poder cogerte en mi mano y que me abrieses una ventana al mundo y, quién sabe, al Universo.

 

Se acabaron las conversaciones susurradas, los gemidos de placer. Se acabó la risa. Se acabó el llanto. Se acabaron aquellas imágenes. Contigo se ha ido una parte importante de mi mundo que sé va a ser difícil recuperar.

 

Pero la vida continúa y porque sé que sin ti no puedo vivir,  ese mismo viernes te sustituí por un móvil HTC Touch Diamond. Ahora es un objeto vacío pero estoy seguro que muy pronto estará otra vez lleno de vosotr@s.

 

 

P.S. A tod@s l@s que leéis y sabéis que va dirigido este escrito,  sed amables y enviadme un mensajito a mi móvil (sigo teniendo el mismo número) con vuestro número y poder recuperaros. Un beso.

El buen partido

Supe por primera vez de los Amish cuando ví la película “El único testigo” protagonizada por el ‘indiánico’ Harrison Ford. En aquél tiempo, finales de los ochenta, me llamó la atención la forma de vida de aquella Comunidad cuyo reloj evolutivo se había parado en el siglo XVIII. Especialmente me chocaba el que sus integrantes cohabitasen, en su mayor parte, en una sociedad tan avanzada como la norteamericana. Ellos, que rechazan cualquier avance tecnológico –no tienen televisión, ni coche, ni lavaplatos- aceptan como ‘voluntad de Dios’ cualquier malformación genética que puedan transmitir a sus hijos, que pagan sus impuestos religiosamente (sic) –que en eso los americanos no perdonan- y se oponen a ser tratados conforme dictan las normas de la Medicina moderna,representaban para mi la mirada idílica y rebelde de la vida contra la imposición implacable e inevitable de la tecnología.

 

Claro que el estar anclado en los albores de la Revolución Industrial como les ocurre a los Amish, significa estar fondeado también en sus costumbres sociales y, muy especialmente, en cuanto al reconocimiento de la mujer como sujeto de derechos. El machismo impregna cada uno de sus actos. Eso, para un padre de dos hijas como yo, es un elemento lo suficientemente disuasorio como para adoptar la manera de ser de la citada Comunidad. Ni imaginar ir a vivir, si quiera, entre flores y pinos, no vaya a ser que nos saliese alguna alergia por aquello del polen. Así que el coqueteo con los Amish se limitó a ver en familia como Harrison Ford se beneficiaba a la maciza señora Amish al ritmo de What a wonderful world this would be” y pensar en lo afortunados que éramos en nuestro mundo que tanto había avanzado en el reconocimiento de los derechos de las mujeres salvo sino fuese por los descerebrados que se empeñan en vivir en la época de las cavernas.

 

En esa idea de progreso estaba cuando en verano del dos mil siete visitamos la capital Amish de Pensilvania, New Willintong y constaté que, mientras los hombres de la Comunidad departían con los de su género en el “saloon”, la mujer, incluso las niñas amish se dedicaban al comercio de “cookies” y otros productos artesanales en los tenderetes de la ciudad (el vídeo que ilustra este escrito es una prueba de ello) Ver estas costumbres me hizo sonreír creyéndome afortunado al saber que mis hijas no serían sometidas a esa “esclavitud machista” por sus futuros compañeros. Que ellas tendrían ‘mejor partido’ que cualquiera de esas mujeres.

 

Hace unos días hablaba de ello con mi hija mayor que anda de amores con un muchacho. Un buen muchacho. Recuerdo que la conversación con mi hija empezó porque yo estaba hablando con alguien con quién empleé el término “buen partido” en el sentido que los de mi generación le damos a dicha expresión es decir, una persona de posibles, de riqueza material, bien situada socialmente. Mi hija me preguntó por el significado del término “buen partido”. Le expliqué lo que significaba. Ella me miró a los ojos, sonrió como si acabase de escuchar un anacronismo de alguien “mayor” y dijo:

 

-         Papá, un “buen partido” no es el chico que tiene mas dinero, ni mejor posición social. Un buen partido, para mi, es un chico que está por ti, que te cuida, que te dice ‘te quiero’ mirándote a los ojos y sientes que es así. Un buen partido es un chico trabajador, estudioso y que le gusta hacer deporte. Que no se drogue, ni fume, ni beba en exceso. Que le guste pasear contigo bajo las estrellas, que se embelese mirándote y que no te engañe con otras. Eso, papá, es un “buen partido” porque los “buenos partidos” todo lo podían comprar con su dinero. Incluso el afecto.

 

Después de escucharla pensé en la comunidad Amish regocijándome en la fortuna que tengo al haber superado la revolución industrial.

Los besos nunca mueren

Los besos nunca mueren

Hay algo más lleno de tránsito que una tarde de domingo y es una noche de domingo de otoño entre noviembre y diciembre. Miraba viejas fotos y me encontré con la que hice, bueno, nos hicieron un frío día de otoño tal vez como hoy.

 

Es un beso.

 

Un cálido beso que derrite el gélido aliento del olvido, licuándolo en gotas de nostalgia en los ojos.

 

Ese beso me hizo reflexionar de lo poco que lo haces cuando te fundes en uno de ellos.

 

De que siempre significa principio nunca final, porque jamás un beso nace para ser el último.

 

Pensaba en la frescura de ese beso con más de treinta años.

 

En el aliento compartido en los momentos de incertidumbre.

 

En la caricia de dos lenguas cuando aparece el dolor.

 

En los que habían de venir y que eran el preludio que hizo cambiar de nombre la felicidad, tornándola en Valldeflors y Rosa, nuestras hijas.

 

Es un beso sentido, espontáneo cazado por algún amigo o amiga que intentó inmortalizarlo. Vano intento porque los besos nunca mueren.

Motivos de ruptura

Motivos de ruptura

Después de cuatro años de relación él decidió dejarla.

¡Te odio! - le dijo ella.

No sabes lo que me alegra oirte decir eso - le replicó él .

¡ Eres un cínico ! - gritó alterada ella.

Es la verdad - explicó él en un tono que parecía franco - Por fin sientes algo sincero por mi.

 

(Continúa gracias a la aportación de gaia07...)

 

Tienes razón, cuando empezaste a asentir con la cabeza a cuanto te decía, dejé de decirte. Cuando empezaste a contestar con monosílabos a mis preguntas, dejé de preguntarte. Cuando la panadera, el carnicero, el barman, me empezaron a dar soluciones a mis problemas cotidianos, dejé que tu te convirtieras en una rutina, es verdad, dejé de ser sincera. Fue un error, si – dijo ella

Lo peor que le puede suceder a un hombre

Lo peor que le puede suceder a un hombre

Una de las escenas cinematográficas que más recuerdo es una de Burt Lancaster en “Novecento” , película que tuve la oportunidad de ver recién estrenada cuando era algo más joven que ahora (1976) y en España teníamos que emigrar a Francia para ver cine de denuncia política o de lenguaje sencillo que ofrecía el cine pornográfico. Pero en aquella época, recién muerto el general, estaba yo más concienciado por la causa revolucionaria entre otras cosas porque pensaba que a través de ella llegaría al pleno conocimiento de la otra, vamos, la de las artes sexuales. Así que un fin de semana de mayo me fui con una compañera funcionaria a un festival de cine que se organizaba en Céret . El programa no podía ser más alentador, las dos partes de “Novecento”, “Salon Kitty”, “La batalla de Chile” y, para rematar, la “camarada” de trabajo con la que pretendía iniciar mi particular sedición libidinosa. No fue así porque en las tres primeras horas de la obra de Bertolucci, Burt Lancaster escenificó aquello de lo que ya no me he podido desprender en la vida. En la cinta, Lancaster es el patrón de la hacienda Berlinghieri y abuelo de Robert de Niro, Alfredo. El “patrone”, se siente viejo y acabado porque le sucede “lo peor que le puede ocurrir a un hombre. Que no se le levante” constatándolo después de una masturbación sin éxito. Acto seguido se suicida ahorcándose que es una de las formas en las que, dice, podrá conseguir su última eyaculación.

 

 

Después de aquél suceso siempre he tenido curiosidad, aún no satisfecha todo hay que decirlo, por saber en qué momento de la vida llega “lo peor que le puede suceder a un hombre”. Pensaba y pienso ¿tendré deseo sexual a los cuarenta, a los cincuenta, a los sesenta, a los ochenta? ¿”Puentearé” a esas edades? Superadas algunas de esas etapas constato que si, que el deseo sigue existiendo, se corresponde físicamente y, he de decir, que con mayor intensidad aunque con frecuencia (algo) menor que a los veinte. Seguro que el secreto del éxito en la técnica del amor estriba en ejercitarse a menudo. Así que espero irme al otro barrio siendo un ingeniero consumado y consumista.

 

Y ya que estamos en un mes de revolución y la cosa económica va como no va, os dejo una canción muy antigua de José Larralde que me acompañó en mis años de lucha estudiantil...

 

El frasco de las esencias

El frasco de las esencias

Le costaba finalizar aquellas cosas que le proporcionaban placer aún sabiendo que ese placer actuaba en su contra, pero cuando llegaba la hora de tomar la decisión, que siempre era dolorosa, no se andaba por las ramas y la llevaba hasta sus últimas consecuencias. Eso hizo al abandonar el tabaco ahora hace casi diecinueve años, haciendo caso de una puñetera vez a todos los que le venían advirtiendo que ese “vicio te va a matar”. Dejó a rajatabla de consumir los más de dos paquetes diarios de cigarrillos de “loquesea” escogiendo para ese magno acontecimiento, su treinta y tres aniversario. No obstante, sabedor que un momento de flaqueza podía sentir la necesidad de un pitillo, escondió en un cajón del armario de su dormitorio una cajetilla de cigarrillos negros. Allí permaneció oculta durante más de cinco años. Luego se olvidó de ella y un día, simplemente, el paquete de tabaco, desapareció. Lo cierto es que nunca volvió a fumar.

 

Esa técnica de olvido o como se quiera llamar, la aplicó a su última amante. Ahí no tuvo que hacer caso a nadie que le dijese que sino dejaba esa relación le iba a matar. Las relaciones extramatrimoniales no solía comentarlas con nadie, ni con su mejor amigo, máxime cuando esa relación no era un simple encamamiento. Fue él mismo quién decidió dar por terminada una relación que había entrado en deriva, no por falta de sentimientos, que los había, ni por falta de deseo, que existía. No fue nada de eso sino su empecinamiento en mantenerse en la poligamia cuando disfrutaba de dos mujeres empeñadas en ser monógamas. Así que después de muchos momentos de me quedo contigo o me voy, tuvo que decidir y, como siempre, decidió lo fácil. Continuar con su plácida -y carente de pasión- vida familiar. Dejó a su amante o lo dejaron los dos. Ella, su amante, facilitó la ruptura tal vez porque estaba cansada de apostar por ese amor compartido. Una vez tomada la decisión tenía que ser definitiva, como aquél día que desertó del tabaco. Lo mejor era darla por muerta. Crear la ficción que había fallecido para que su recuerdo, imposible de borrar, no la empujase de nuevo a su lado. Faltaba ese algo de ella, ese paquete de cigarrillos, que le ayudase a superar los momentos de desesperación. Fue entonces cuando recordó la botella de colonia que ella le había regalado hacía unos años. Sabía cómo había dejado el tabaco y que había necesitado un "salvavidas" que lo ayudase en los momentos de ahogo. “Huele su aroma cuando yo ya no esté a tu lado” –le había dicho-Contiene mi esencia y te ayudará en los momentos que añores tanto mi ausencia que darías tu vida por estar junto a mi”.

 

Resulta que la pasión no es como el tabaco que te da vida cuando dejas de inhalarlo. Sucede que los sentimientos producen más dependencia que un cargamento de nicotina. Por eso él tuvo que acudir al frasco de colonia para aspirarlo. Lo hizo cerrando los ojos como si con esa acción pudiera absorber mejor el hálito de aquella fragancia. Como un fogonazo vio la imagen de su amada nítidamente y ya no pudo abrir los ojos. Cuando ella se enteró de su muerte causada por la intoxicación de un extraño gas supo que al fin podría empezar a recordarlo.

 

 

 

 

 

Mi mujer ideal

Mi mujer ideal

Mi mujer ideal no es una rubia de metro setenta con ojos azules que alumbren unas curvas imposibles de tomar a gran velocidad. No se trata solo de físico, sino de actitudes y, por supuesto, aptitudes que se suponen a una mujer con la sensualidad de la madurez.

 

Mi mujer ideal debería declarar lo enormemente aburrida que es la monogamia. Tendría que saber que, el amor, dura mucho tiempo pero el deseo ardiente, dos o tres semanas, tal vez cuatro. No me gustaría que conmigo, se sintiera en pareja, al igual que yo tampoco me sentiría. Quiensea que fuese, estaba seguro, existía.

 

Quelqu'un m'a dit” que me dirigiese al Sur de dónde me encontraba para conquistarla. Por eso andaba yo este fin de semana pasado en Valencia esperando tropezarme –y algo más- con Ella cuando, paseando por una avenida, supe que estaba en Francia y que un tal Nicolás Sarkozy , más feo pero como más poder que yo, se me había adelantado. A punto estuve de ponerme a llorar pero no lo hice. Las lágrimas negras me hubiesen impedido ver el camino de vuelta.

 

 

Momento fatídico

Momento fatídico

Ocurrió en un instante el día de su quinto aniversario de bodas. Ese día regresó más pronto a casa del trabajo para prepararle una cena sorpresa a su marido. Venía cargada con las bolsas del supermercado cuando, al cruzar la puerta de su domicilio, oyó un sonido de la voz de su cónyuge que provenía de la “suite” de matrimonio… “uuuhhhmmm” y un “¡ joder!” a continuación, seguido de unos pasos alterados. Se encontraron mirándose extrañados en el pasillo. Él con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta la pantorrilla que dificultaban su carrera y aireaban sus nobles partes de bellaco. Ella con la bolsa de patatas en la mano derecha. Él quiso decir algo. Ella no le dio tiempo. Llena de furia le arreó con toda su fuerza en la cabeza con la bolsa de dos quilos de patatas, haciéndole rebotar contra la pared. Estuvo una semana en coma y, según dijeron los médicos, salvó la vida de milagro.


Ahora se encuentran los dos frente al juez de primera instancia tramitando el divorcio. Él le está explicando a su señoría que, en el día de su quinto aniversario, estaba haciendo sus necesidades mayores en el baño de su casa y que, al acabar tan delicada operación, se percató que no había papel con el que limpiarse. Fue entonces cuando, al ir a buscarlo al cuarto de servicio, se encontró en el pasillo con su mujer y de repente, vió como una bolsa del supermercado se acercaba a él a gran velocidad. Ese fue el penúltimo recuerdo que tiene de su mujer. El último y “motivo por el cual, señor juez, solicito el divorcio”, explica, fue el de la mal disimulada carcajada de “su señora” al enterarse lo que estaba haciendo en el pasillo.